Parece que el hombre camina sobre dos abismos, que le atraen y le repelen sucesiva, y a veces, simultáneamente. A un lado, debajo de uno de sus pies, la esperanza, terca, insolente, irreflexiva acaso, la misteriosa sensación de que lo bueno es perdurable, de que las cosas buenas son más buenas que malas las malas. Así, cuando se enamora, cuando goza con la belleza y el placer, cuando es creativo. Por otro lado, bajo el otro pie, terreno quebradizo y pegajoso: la experiencia del dolor, de la fragilidad de cuanto ama, de la fugacidad de su bonanza, de la cercanía de la muerte. Así camina el hombre, unas veces cargando más sobre un pie que sobre el otro. Chesterton sitúa el realismo cristiano en el justo medio aristotélico: ni el optimismo de Whitman, ni el pesimismo de Huxley o Wells. Ambos extremos dicen la verdad, pero no toda la verdad. Y ambos gritan con voces tremendas, reclamando lo suyo.
Los poetas no han hecho otra cosa (con múltiples variaciones, modas, y maneras) que inclinarse un poco (o un mucho) hacia uno u otro abismo. Depende de su carácter, del espíritu de su época, y pienso que aún más de un especial destino personal que de sus ideas conscientes sobre el mundo. La experiencia creadora nos muestra que “lo poético”, esa inaprensible esencia, nos sale al paso en cualquiera de las dos direcciones. Tan “real” es el monte Tabor como el Gólgota. “Qué bien se está aquí” y “¿Por qué me has abandonado?” son palabras entre las que cabe la vida entera del hombre en la tierra.
La poesía de Joaquín Moreno Pedrosa (Sevilla, 1979), parte de una aguda -afilada- consciencia de este doble abismo. Con distintas imágenes, como la del exilio, comienza su andadura poética en su primer y único libro hasta la fecha, Desde otro tiempo (Cuadernos de Poesía Númenor, 2002): “Yo vengo de un palacio de otro tiempo”, dice; y después: “Aquí soy solamente un exiliado”. El mundo de Tolkien tiene una gran influencia en Joaquín Moreno, desde el mismo punto de partida. No porque le proporcione “motivos” poéticos particulares (Frodo, Haldir), sino porque cuando Tolkien escribió sobre los Dunedáin, los montaraces, estaba encarnando una realidad universal. Gentes que viven con los pies en la tierra (una tierra salvaje, incómoda, pero que hacen suya), y con la mente y el corazón en otro mundo, un mundo perdido y mejor que esperan recobrar de algún modo. Tolkien describió al hombre. Y Joaquín Moreno se ve, desde el principio, identificado con estos numenóreanos. En el poema Hado, el segundo del libro, describe una visión bélica, heroica, y a la vez cainita y sanguinaria, a través de una espada, y el poeta puede “ver esculpidos en su puño / mi nombre y mi linaje.” Esta es la visión de la caída, de la pérdida, del envilecimiento, inseparables -trigo y cizaña- de la experiencia de lo hermoso. Los montaraces vagan y penan, sirviendo, ocultos, a los demás, y cargando con el peso de una antigua infamia.
No todo, ni mucho menos, es motivo heroico. En Joaquín Moreno se dan cita las lecturas infantiles (y no infantiles), y la familia y la música y los cercanos amigos. Stevenson, Lewis, el jazz, la cerveza y la celebración. Pero el hilo conductor es esa búsqueda (esa persecución, como en el relato de Cortazar sobre Charlie Parker) de la esencia última, de la luz que se transparente pálida a través de los días. Los recuerdos que llegan en una tarde solitaria, “las horas / que pasé disfrutando con otros, / buscando esa Belleza que nos daba / la alegría y el llanto.” son algo más que recuerdos: “Por eso, hoy los alzo como un fiero estandarte / contra esa tentación de no ser nada.”
Una idea platónica, y no por ello menos verdadera, atraviesa sus poemas: “puede / que merezca vivir allí donde mi obra / refleje, ya sin mancha, / el rostro exacto y puro de lo Hermoso.” Hay un salto continuo, esforzado, hacia siempre otro lado, hacia siempre otra cosa, superior al que se nombra. Y con incertidumbre: “Y no puedo dejar de preguntarme / a qué nuevo fracaso, a qué recuerdos / derrotados me llevan estas horas / de buscar esa luz detrás de las palabras.” Y con esta desazón toma forma su libro: “son las cosas con las que, poco a poco, / va creciendo mi obra, que entreteje, / con sus hebras de música y palabras, / el recuerdo de todo cuanto amo.”
Pero Joaquín Moreno no es neoplatónico, sino cristiano, y su mundo no es el de los Arquetipos sino el de Dios que escucha y habla y hace. Y conforme su libro avanza, se ve
más claramente el Rostro oculto: “tan sólo el tiempo mostrará los frutos: / por eso desde ahora ya agradezco / la obra de tus manos con las mías.” Y esto hace que la luz que a veces deslumbra al poeta no le deje en las tinieblas del deslumbramiento: “una Luz más serena se abre paso / entre las ruinas.” El Dios encarnado es más terrible -más real- que las voces del oráculo, pero también más amable, porque es Humano. Esto es la cima de sus versos, el quicio de su persecución. Esto es la esperanza. “Por eso sé que, el día en que yo muera, / mi alma tendrá paz en el Oeste.” “Hasta que, puro, / nos sea dado un rostro / digno de contemplar todas las cosas.” La hermosura es paciente, y los versos de Joaquín Moreno tienen la honestidad de no saberse la última palabra sino, balbucientes, las primeras. Vale.
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