El maestro Cabanillas me explicó, cierta vez, los dos tipos de poetas que hay, teniendo en cuenta su Arcadia: los poetas de infancia y los de adolescencia. Los poetas de infancia fueron muy felices de niños –o así lo recuerdan– y sufrieron en su adolescencia, cuando el mundo se abatió sobre ellos con su cara seria, exigente y prosaica. Para ellos, la infancia es lo más sagrado del hombre, y todo lo que se parece a ella lleva el signo de la beatitud, de la promesa de un mundo mejor. Sus versos tienen casas del pueblo y abuelos, gaviotas, cometas, playas y veranos inacabables, largas tardes de no hacer nada y descubrir el universo. Y muñecos, escondites secretos, baúles insondables, armarios misteriosos.
Los poetas de adolescencia no suelen recordar con especial fruición su niñez, y lo pasaron muy bien en la edad confusa de las transformaciones, de la exaltación sangrante de la amistad, de los amores eternos y desgarrados, de la música que se clava en el alma como una bandera, para siempre, en una tierra conquistada. Sus versos tienen lluvias agridulces sobre portales con besos, varias muchachas con nombres de dolor y un tanto de ternura, músicas arrebatadas, ideales absolutos, insolencia y opiniones tajantes, escapadas, pequeños viajes con banda sonora, el sexo como descubrimiento y aventura, corazón galopando, velocidad.
Yo, inmediatamente, me apuntaba al grupo de los poetas de adolescencia. No en vano mi incipiente poesía dio un giro de gravedad, y "temporalidad", con un amorío frustrado y doloroso, justo cuando descubrí la obra de Eloy Sánchez Rosillo, con su elegía serena (aunque, curiosamente, él es de los de la infancia). Escribí elegías a sucesos mínimos, amorosos, que para mí eran una alegoría de la existencia toda.
Pero últimamente han ido llegando a mis manos, a mi memoria, retazos de aquello que fue "los 80": videoclips con sintetizadores, los walkman de colores chillones, las cintas para el pelo y las muñequeras, la NBA... Y, sobre todo: los Fraguel Rock, el Equipo-A, los Goonies, Kárate-Kid, y los muñecos de Star Wars, He-Man, toda esa materia sentimental que comparto con mis amigos contemporáneos. Y esa amalgama dispersa, como un aroma nostálgico, preciso, indefinible, me reconcilia con aquellos maravillosos años. Y un hombre reconciliado es más feliz, se ríe más, camina más a gusto por la calle.