Levantarse una mañana y comprobar que todo está igual que ayer; no demasiado calor, sólo unos treintaytantos grados, que ya desde las nueve impregnan la acera, dando a nuestros músculos la excusa para no hacer mucho, para permanecer en medio de una ordenada molicie que nos conduzca sin sobresaltos hasta la noche, al dulce tinto de verano de las terrazas. Vigilados por vencejos y murciélagos, guardia aérea del descanso sin cansancio, este clima propicia una filosofía de salón –perdón, de terraza–, perezosa y no infeliz. Tampoco feliz, pues la misma fuerza que se consume en la intensa dicha, en la exultante música o el verso ígneo, en el terrible amor o la exaltación entre amigos, es la que sirve para el desgarro y la melancolía. La misma leña en distinto fuego. Si queremos serenidad epicúrea, si pactamos con el diablo tener unos gramitos de ataraxia, de jardín plácido por las arterias siempre, será a costa de la dicha. Moderarse, madurar, es entregar un poco el alma, para poder vivir, para poder respirar, sin muchos ansiolíticos. Pero con la esperanza de que la recuperaremos toda, como en una casa de empeños comprensiva, de dueño generoso y sorprendente.
(Dedicado al insaciable Suso)
3 comentarios:
¡Gracias!:muy bueno el texto...y sí,aún tengo, tenemos, sed.
Stá bien
además de dedicarle a esta entrada una entrada, entrando en redundancias, en el shakuhashi, tescribo un comentario: me ha encantao.
no había leído yo esta entrada, el final es alunizante, alucinante...
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