Nota bio-bibliográfica

27 de abril de 2008

A treinta grados

A treinta grados a la sombra te querré con sed. Te querré con sudor y con dolores de cabeza, con bostezos a destiempo y con las moscas, golosas, juguetonas, de Machado, que hacen tanto la puñeta en la tarde lenta y espesa, entre libros y trabajos y prisas y no saber qué hacer en este anticipo de verano. El verano debería ser verano, en su momento, con trigales de fondo, horizontes licuados sobre el asfalto, piscinas secretas, ya tan alto el sol sobre el horizonte del extrarradio, y los aires acondicionados bramando su infeliz letanía del crepúsculo. Pero no esto, este anticipo desconcertante, este pastoso fluir de los minutos tontos. Perder el tiempo, no hallar cosa en qué poner los ojos que no sea recuerdo de tareas pendientes. Pero te querré. Te querré, te quiero también con treinta grados, con cuarenta, con fiebre o con sudor o con delirios torpes, como éste. Viene la noche como una suave tregua. No sé para qué mandé mi chaqueta blanca a la tintorería. Total, ya vamos en mangas de camisa por la calle. Lo mejor es que ya han llegado los caracoles.

3 comentarios:

E. G-Máiquez dijo...

Qué buen final el de los caracoles. Todo el texto tiene una gran temperatura. Enhorabuena y gracias.

Adaldrida dijo...

qué bueno y cómo necesitamos tíos así, de una pieza. Ay.

Anónimo dijo...

“Manolo acelera, que la máquina responde”.
Eso es todo lo que el Pruden era capaz de recordar.
Después sólo un interminable silencio. Un pausado estar. Una nada.

Trató de incorporarse, pero su cuerpo no le respondía. Desde aquellos matorrales de la nacional cuatro, lo único que se veía era un campo de trigo verde. Trigo verde.

Decidió cerrar los ojos y dejarse llevar. Las fuerzas eran escasas, así que trató de hacerse una idea de la situación. Se tocó las piernas, allí estaban ambas las dos. Se tocó los brazos, algo magullados, dos cruces, correcto. La espalda, abrasado el mono de cuero, ardía entre Valdepeñas y el otro pueblo, el otro pueblo que estaba después de Valdepeñas, que no me acuerdo, que la cabeza me estalla.

No oía a Manolo, para nada.

Le llevaron al hospital provincial de Ciudad Real. Blanco Insalud.
Odiaba aquel olor a medicamento y gasas esterilizadas. Esa extraña mezcla de tiempos estancados e informes ilegibles que componen la atmósfera básica de los centros hospitalarios.

El tiempo no se mueve, los informes son ilegibles. Poli qué, politrauma, politransa, poliglucitos; a esa gente se le había olvidado escribir en un inderterminado momento de una guardia.

El gotelet del techo de la habitación del Pruden tenía tres mil cuatrocientos cuatro puntitos. Habían puntitos grandes y pequeños, agrupados por tamaño y disposición; estaban los puntitos rebeldes de las esquinas, estaban también los puntitos anónimos junto a las cortinas, una zona sin puntitos, y un par de montañitas de puntitos. Trató de imaginarse al pintor que hizo aquella chapuza de trabajo. Manolo acábate esa habitación pronto que hoy es viernes y nos vamos a la una. Vamos Manolo, no te duermas que vamos por metros. Y los puntitos salían de la máquina del gotelet a toda prisa, sin orden ni concierto.

Pruden no preguntaba. Mejor no preguntar.

Las íes del Insalud estaban en todas partes. Alguien se había comprado un completo juego de tampones de todos los tamaños, y se había pasado un mes entero tamponeándolo todo. Una sábana, plás una i grande. Una toalla, plás una i pequeña. Una pastilla de jabón, plum una micro i. El papel higiénico no, eso no.

Nadie le quería decir nada, a nadie le pagaban lo suficiente para decirle a Pruden que el Manolo salió despedido de la moto y fue a parar contra el guardaraíl de chapa de acero galvanizado. Ni casco, ni hostias.

Las enfermeras del hospital provincial de Ciudad Real son de Socuéllamos; mientras sus padres trabajaban la vid y sus madres criaban a los pequeños, ellas estudiaron en la Escuela de Enfermería de La Complutense, besaban a sus novios los miércoles en los cine de barrio, sagrado día del espectador; y una vez en una fiesta en un piso de estudiantes se quedaron a dormir con Manolo, que las hizo muy felices el cabrón de mi amigo Manolo.

Los padres del Pruden estaban en la misma habitación del hospital, sentados en el sillón de escai, menuda suerte Pruden, menuda suerte que has tenido.


Manolo salía a correr con el Pruden los miércoles y los viernes. Vamos Pruden que nos vamos. Bajaban el parque del barrio. Subían por la avenida de Pí y Margall. Se dejaban rodar por las veredilllas. Y al final, para divertirse, las escaleras de la calle de curtidores, subiendo los peldaños de a dos, tipo Roqui Balboa. Menudo tío el Roqui Balboa. Vamos Pruden, vamos, no te pares.

El fisioterapeuta del hospital provincial de Ciudad Real se llamaba Andrés, estaba completamente calvo y nunca había dormido con una enfermera de Socuéllamos en un piso de estudiantes, como mi amigo Manolo, que él sí que sí.

El calvo le puso al Pruden un collarín y varías muñequeras de esas que son tobilleras, muñequeras y no sé que más.

Los padres del Pruden se despidieron de los médicos con el respeto ancestral con el que un currante de toda la vida se despide de un médico de toda la vida. Gracias señor doctor. Gracias doctor. Y enfatizaban lo de doctor, igual, igualito que en la serie Centro Médico. Mamá corre que empieza la serie. Y la madre dejaba los cacharros en remojo y se ponía a ver la serie. Mira, mira, los señores doctores.

Cuando llegaron a Madrid la grúa había dejado la máquina en el taller de Manolo. Bueno, en el taller no, en la puerta del taller, porque el taller estaba cerrado.

Pruden se había pasado tres años y medio ahorrando para comprarse la Bultaco. Que el Manolo le dijo que era una buena máquina. Que no te preocupes, que si un mes no puedes con la letra, yo te ayudo.
Esos eran amigos de verdad. Que un día te veían en la discoteca del barrio con unos de Coslada que estaban vacilando a tu hermana y el Manolo que era bajito el tío, le echaba un par y allí se iba y les decía mira tú que ésa es la hermana de mi amigo Pruden y tu eres un hijo de puta, y claro los de Coslada se mosqueban y le dejaron la cara al Manolo echa un guante.

Una curva, una simple curva y la Bultaco, el Manolo, el correr, el Roqui Balboa, la llave de bujías del taller de mi amigo y todo el mundo del Pruden, se resumían en un deforme conjunto de acero retorcido donde lo único que no estaba retorcido era una pegatina del Atleti de Madrid, que con sus barras roji-blancas, perfectamente verticales, destacaban en el trágico conjunto deforme.

El Pruden hizo un par de llamadas. Al rato apareció un colega del barrio con una furgoneta que cargaron la chatarra y se la llevaron a la fundición en la carretera de Colmenar.

El cielo se había ido y en su lugar Aceralia había levantado una planta de reciclaje, donde las chatarras eran fundidas en un horno Beissmer a mil ochocientos y cuatro grados Celsius.

Pruden y su colega del barrio bajaron la Bultaco. Una grúa enorme la cargó en el contenedor número uve veintitrés. La gigantesca cinta transportadora elevó el contenedor a diecisiete metros. El conjunto de poleas Kinsmeïer lograron elevar el contenedor, sacarlo de la cinta transportadora, girarlo y volcar su contenido en el horno de la fundición.

El encargado de la oficina le dio al Pruden una hojita amarilla con una historia de algo de un Consejería que decía no sé qué de la política de reciclaje y de las Directivas Comunitarias armonizadas.

Así que el Pruden se volvió a casa, se dio una ducha fría para quitarse el calor de la fundición, guardó la hoja amarilla en un sobre blanco, donde escribió con un rotulador rojo: “la máquina”; guardó el sobre en un cajón y se sentó a esperar delante de la ventana.

Aquel barrio periférico de Madrid estaba pintado de cemento. Cada esquina había sido pintada con pintura al cemento. Cemento gris.

Era miércoles. Manolo no tardaría en llegar con su camiseta adidas comprada a un negro en el rastro. Mira Pruden adidas de Alemania, con esto se corre de la hostia.

Era miercoles, día de carrera. Anochecía y Manolo no aparecía.

Las diez y media y mi amigo no llega.

Pruden esperó hasta las once menos cuarto, y entonces sólo entonces, rompío a llorar.