
Vuelvo a ver, durante un rato, El club de los poetas muertos. Señor, qué subidón nostálgico. Entonces, los seis o siete amigos del colegio –tercero de B.U.P., Fidel Villegas era nuestro profesor de Literatura– hicimos una tertulia, los sábados, con ese rollo ritual, encendido, literario e inocentemente gamberro. Qué recuerdos. "Descubrí el Congo, negra inmensidad, cruzo el largo río que se va hacia el mar". "Que prosigue el poderoso drama, y que tú puedes contribuir con un verso". "Oh, Capitán, mi Capitán". Incluso tenía la dinámica de la camaradería masculina a la que se suma después un grupito de muchachas, más o menos, con las consiguientes reticencias, deseo, confusión. (Es la magia de estudiar en un colegio sólo de varones, visto ahora).
Es cierto que la filosofía de fondo de la película no es muy consistente. Un entusiasmo de vivir apoyado en un impulso vital, sin rumbo o sin horizonte, revelándose ante la fría norma y la disciplina sin savia. La idea de que todos vamos a ser, inapelablemente, pasto de los gusanos, puede empujar en un momento a la actividad febril, y a cierta irresponsabilidad -¡Nuguanda!-, pero, en frío, es bastante cortante. No importa. La película es mágica, transmite el entusiasmo por la vida y la juventud, la generosidad del maestro que no sólo imparte unas lecciones, sino que se da en lo que enseña, y que cree que merece la pena intentar despertar la propia iniciativa, el gusto por los libros y la poesía, y la sana crítica en las mentes de sus alumnos. Y sobre todo el gusto por la vida, que sin cierta dosis de humorismo sería bastante sosa y estirada. Todo eso es suficiente, junto con la música -ah, la gaita en la laguna–, la nieve, la fotografía –la bicicleta siempre como un símbolo de libertad sencilla–, y el amor cortés. Porque la trama secundaria de la chica de instituto con el novio futbolista, de la que se enamora un chico de Welton, tiene toda la belleza del amor cortés, y a la vez la sana filosofía de "si no lo intentas, te arrepentirás siempre". Es una proposición que, como diría alguno, tiene un peligro. Pero merece la pena. Qué gusto daba estar tan vivos, joder. Oh, Capitan, mi capitán.