"Erik Satie es música para suicidas", decía el bueno de mi amigo Bellón, cierta tarde melómana y dispersa, hace años. Tiene gracia la idea, y no deja de tener razón. Satie, y también Ravel –su suite "Miracles", que descubrí por Cirlot–, y en general los impresionistas al piano, me envolvieron en una atmósfera liquida, colorida, cálida y caótica, mientras miraba láminas de Klimt, y la tarde –una tarde, hace ya muchas tardes– se iba poniendo en las paredes del Plantinar, allá en mi soltería.
Vuelvo a escuchar las Gymnopédies, la música con que se abre El Abuelo, de Garci, tan lenta, tan poco a poco, música para desaparecer dentro. Imagino al suicida, al que por fin ha decidido decir adiós, oyendo un disco de Satie. Está decidido, pero quiere escuchar la obra hasta el final, pues le parecería –a él que va a desafinar con todo, que va a romper las cuerdas del piano dentro de unos minutos– una falta de respeto, una quiebra imperdonable el hecho de apagar la música antes de que termine.
Pero, sin saber cómo, la música no termina. Sigue sonando el movimiento de la Gymnopedie, y luego Gnossiennes, sin acabarse el disco de pizarra. El disco de vinilo, el CD, el iTunes que de pronto se abre con 300 Gigas de disco duro, inabarcable. Y llega el alba, y la música sigue, líquida, y se confunde con el agua de la ducha, con el rumor de radios y batir de huevos. Habrá que ir a trabajar, piensa. Ya veremos mañana.